Un equipo de cuento


Fontanarrosa, Soriano, Sacheri, Benedetti, Grabia, Sasturain y Dolina juegan -caprichosamente unidos- con (y por) la misma camiseta.

¡Que equipazo, señores! Lejos, el mejor de la historia del Sportivo Unión. Yo no lo vi, pero lo vi porque me lo contaron. El arquero era el Gato Díaz, que venía de Estrella Polar con una historia difícil de creer. Dicen que le había atajado un penal a Constante Gauna, una gloria de la Liga del Valle, siete días después de haber sido cobrado y sin gente en la cancha; el boca en boca lo fue transformando en el penal más largo del mundo. Debió haber pasado mucho tiempo desde aquel dudoso acontecimiento, el Gato Díaz andaba ya pisando los 50 y entre los años y la gomina le quedaba poco pelo para peinar sobre la frente de indio araucano. Más allá de que parecía pesarle la gloria, esas manos agrietadas (una de ellas adornada por el anillo de matrimonio) confirmaban cada domingo su grandeza. El Gato Díaz era un arquero que no atajaba los goles, los adivinaba.

Al back central lo trajo un dirigente que tenía campos en el Chaco. No lo había visto jugar, pero leyó en el diario sobre sus cualidades para la marca y después de averiguar dónde vivía, en una población toba cerca de Colonia Burkat, no tuvo que hacer demasiado para convencerlo de venir a jugar al Sportivo. Aniceto Manuel Gutiérrez se llamaba, aseguran que podía marcar únicamente con la fuerza de su mirada. Los que no lo querían, porque era un “indio del monte”, se encargaron de difamarlo diciendo que era de armas llevar, incluso juran y perjuran haberlo visto con dos pistolones del tiempo de la Colonia. Hombre de pocas palabras Gutiérrez; no tanto como Wilmar Everton Cardaña, el número cinco que venía de Peñarol, a quien rara vez se podía escuchar pronunciar una frase con más de cuatro componentes, los que lo conocieron de cerca explican que esto tenía que ver con su crianza en medio del campo, rodeado por animales poco propensos al dialogo.

Cardaña traía consigo una prolongada campaña y por lo menos tres apodos que lo definían: “El Hombre”, “El Hombre de Roble” y “El Hombre de Neandertal”, todos ellos cosechados en su época de áspero centrehalf peñarolense. Nadie en el pueblo sabía a ciencia cierta por qué abandonó su país natal para venir a jugar a una liga de menor importancia. Se tejieron muchas hipótesis, hasta se llegó a hablar de una “leyenda negra” que sobre él se derramó desaprensivamente. Cuentan que después de perder una final del campeonato uruguayo, los periodistas amarillistas difundieron la historia de un botija que aseguraba haber sido agredido por Cardaña.

Arriba estaba lo mejor: “Tito”. Un flaco que jugaba de nueve sin nombre ni apellido, vaya uno a saber cómo se llamaba. En realidad, hay pocas referencias sobre “Tito” pero sí quedaron, para la posteridad, los recuerdos de sus goles. Algunos de los datos que pude confirmar con el tiempo son contundentes: 23 goles en 19 partidos, ninguno de penal y siete veces ganamos 1 a 0 con un gol suyo. Ese último detalle de la estadística es revelador, y posiblemente sirva para explicar por qué nadie recuerda cómo se llamaba. Hasta los que no sabían nada de fútbol preguntaban: “¿Y? ¿Cómo salieron?”, la respuesta era una sentencia: “1 a 0, con gol de ‘Tito’”. Paradójicamente, “Tito” se ganó un nombre sin tener nombre. En rigor de verdad, no estamos hablando de un paracaidista polaco que cayó adentro del área, le pusieron la camiseta y empezó a hacer goles, nada de eso, “Tito” no era un principiante con suerte, venía del fútbol español, de donde, según las malas lenguas, lo habían rajado porque en medio de la temporada mintió sobre la salud de su mamá para escaparse a jugar un picado con los amigos del barrio.

Todo gran team que se precie de tal, necesita para el nueve goleador un ladero que lo acompañe en las incursiones por el área rival. En este rubro, las injusticias de la historia que también son las injusticias de los hombres, en un rapto fachistoide nos acostumbraron a pensar sólo en el wing derecho, relegando a los rincones del olvido a los punteros izquierdos. Pero este equipo del que les vengo contando que me contaron, para hacer justicia eligió contratar a un puntero izquierdo. Desconozco qué inclinaciones políticas lo movilizaban, pero bien pudo haber sido socialista si tenemos en cuenta que en un partido arreglado que su equipo no debía ganar metió un gol de ascenso a Intermedia, sólo para demostrarle al entrenador que no tenía moco en la cabeza. Aquella actitud “guevarista” le costó una paliza que lo dejó hecho pulpa e internado por seis meses. Pero eso no es nada, porque además perdió su trabajo en la fábrica y tuvo bajar el cogote para ir a rogarle al chitrulo de Urrutia (colocador de jugadores en grandes equipos) un lugar en Talleres. No hace falta aclarar que terminó siendo nuestro puntero izquierdo porque Urrutia lo sacó carpiendo.

Era un puntero inteligente, jugaba con la cabeza levantada, ésta descripción puede sonar a perogrullada pero no lo es en el contexto de una competencia en la que los técnicos le tienen que poner un escarbadientes en la pera a los wines, para que cuando agachen el marote se pinchen el pecho y recuerden que si miran al área, en lugar del pupo, los centros son más eficaces.

¡No señores! No había forma de que este equipo que les voy contando, que a mí ya me contaron, perdiera el campeonato. Y eso que los rivales también tenían lo suyo, sobre todo el Atlético, eterno campeón. Fue raro lo que pasó ese año con el Atlético, generalmente llevaban alguna figurita difícil, un veterano con pasado en Primera, una promesa frustrada de las inferiores de un club grande, el mejor de los mejores de las ligas vecinas o agarraban a algún inmigrante con pinta y le inventaban un pasado en la Juventus. Pero ese año no. Decidieron mandar a dos emisarios a ver a El Migue, “el Maradona del Morro” como se lo conocía según la leyenda, porque en rigor de verdad nunca nadie de la zona lo había visto jugar. Este muchacho actuaba en el Morro, para el Juniors, en una cancha donde no entraba la luz del sol porque estaba rodeada de monoambientes rebalsados de hacinados negros, que formaban la populosa hinchada. El tema es que los dos emisarios volvieron con el cuento de que no pudieron contratar a El Migue, porque se mató en el mismísimo campo de juego. Que el tipo se haya suicidado adentro de la cancha, puede ser, ahora, lo que nadie les creyó es que se degolló con un cuchillo tramontina, tras tirar por arriba del travesaño una pelota que le hubiera dado el gol del campeonato a su equipo. La parte de la historia que no cierra es lo del cuchillo tramontina, porque los que se dan un poquito de idea son capaces de advertir al menos dos cosas: uno, los cuchillos tramontina tienen filo tipo serruchito y nadie los elegiría para degollarse porque es un sufrimiento doble; dos, ¿cómo hizo para esconder el cuchillo adentro de las medias o en el pantaloncito?, hubiera sido más fácil con una yilé. Por eso decía que fue raro lo que pasó ese año con el Atlético.

Igual, no iban a regalar prestigio y un campeonato así porque sí, por eso lo fueron a buscar a Pedro Pirovano, un enigmático arquero, que había jugado en España, América de Cali y Unión de Barranquilla. El único problema es que tenía una mano mutilada, precio que debió pagar por orgulloso después de un partido contra Deportivo Medellín. Ese detalle, no menor por cierto, hizo dudar a los dirigentes del Atlético, pero Pirovano los convenció con su discurso de porteño superado y superador: “Atajar es prever para poder interrumpir, tomar un atajo”, les dijo, como si él fuera capaz de atajar con su sola presencia sin necesidad de recurrir a las manos.

En definitiva, el Atlético terminó armando un buen equipo que nos peleó el campeonato hasta la última fecha. Ellos no perdían de local, nosotros tampoco; ellos empataban de visitante, nosotros también. La media inglesa nos fue llevando cabeza a cabeza, hasta que el capricho del fixture quiso que la definición nos encontrara un punto arriba y con la ventaja de ser locales. Aclaro: nuestra cancha no era Bombasí ni mucho menos, pero traíamos una linda rachita sin perder y, además, con el puntito que te da la Liga antes de empezar los partidos ya nos alcanzaba para ser campeones. Nadie pensaba en el empate, traicionero por cierto, tampoco en ir ganando 2 a 0 a los diez minutos, porque ese es el peor de los resultados posibles.

La final, que en realidad no era una final sino el último partido del campeonato, empezó charlada porque en la semana previa había que definir un tema crucial: el árbitro. Los del Atlético propusieron al colorado De Felipe, un referí demasiado justo, que creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Nosotros, que manejábamos el dato, pudimos recusarlo e imponer el candidato que queríamos. Pasa que el colorado venía de un partido, en Ciudadela, en el que casi lo matan y acudimos a la lógica que nunca falla: “Algo habrá hecho”.

Gallardo Pérez fue designado referí. Nos convencía porque era un hombre severo y de pésima vista. Además, le faltaban dos dientes y hablaba a tropezones, confundiendo lo que decía con lo que quería decir. Un tipo derecho Gallardo Pérez, que convalidó goles históricos, pero nunca logró la fama.

¿Ya dije no, que no podíamos perder? Estábamos un paso adelante aún perdiendo. Que ironía… un paso nos separaba del campeonato. Y lo dimos. El partido se iba, sin ser Don Segundo Sombra, como quien se desangra. El 0-1 no era un problema irresoluto. Tiro largo de Gutiérrez, corrida del puntero izquierdo y el resto era cuestión de segundos: centro-“Tito”-gol-empate-título; pero el banderín solferino se levantó surcando el aire como un cohete rumbo a la luna. Si fue o no fue se discute hasta el día de hoy. En el momento, los muchachos de la barra ni lo dudaron, alguien dio un paso adelante (no el que nos separaba del campeonato) y varios más lo siguieron. El alambrado olímpico cedió, se cayó como los calzones de la más Magdalena de todas, y ahí quedaron los de la brava de frente a la geta abierta y ventilada de Gallardo Pérez, el referí. Cómo explicarle al atolondrado ese que en realidad no era lo que parecía, que los turros del Atlético (como se confirmó tiempo después) habían marcado con unas tenazas el alambre San Martín 17/15 que servía para sostener el tejido perimetral, que como unos carlitos caímos en la trampa, que no traíamos intenciones de amasijarlo a golpes y que lo mejor era desalojar el campo para seguir porque el empate estaba al caer. Nunca antes, ni después, Gallardo Pérez fue tan contundente con lo que dijo y lo que quería decir: “Invasión, suspendido”.

¡Una pena, señores! Aquel equipo del Sportivo Unión, lejos el mejor de la historia, jamás se volvería a juntar. Ni en un cuento.[-]

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