Las cartas y la vida


“A la suerte hay que ayudarla”, una frase armada en -y por- el mundo del fútbol se traslada para que otros la aprovechen o la sufran.

No importa dónde, en cualquier lugar del mundo cuando la noche se va adueñando del domingo vivir parece más difícil. Por eso los muchachos se refugian en el club y resisten haciéndole al codillo, un juego de cartas que tiene muchas reglas pero no es tan complicado como puede parecer. Siempre hay dos que juegan juntos sin que el resto lo sepa y ganan o pierden ambos, también pueden acollararse para apuntarle a alguien en especial.

Uno de los que nunca falta es el Flaco Oliva, un tipo mayor aunque nunca terminó de crecer. El Flaco generalmente pierde porque tiene la costumbre de jugar sin contemplar el riesgo de la derrota. Lo invaden las ganas de ganar y se vuelve loco, de todas formas siempre tiene una coartada a mano: “Las cartas me dan una chance, la vida ni siquiera eso”.

El Falco habla con la seguridad de un predestinado que tiene apalabrada a la suerte, reparte el mazo con las manos firmes como si fuera un cirujano a punto de cortar. Los dedos flacos, largos, blancos y lisos como papel para armar cigarrillos, adornados por un anillo de oro con una piedra roja brillante símil rubí. Acaricia las cartas como si estuviera certificando la calidad de un billete de cien, hasta parece que las chamuya mientras las da, pero nunca termina de convencerlas.

Todos saben que en el bar del club se juega y no se habla, es ley. El silencio les permite pensar mejor, pero no impide que la cabeza se les escape allá del codillo. El jefe del correo, por ejemplo, suele tener muy buenas noches cuando Sarmiento gana, le hace bien repasar las imágenes del partido, es como si estuviera más lúcido para arrinconar al azar. Si el equipo perdió, la bronca le dura y no puede evitar que se traslade al juego. Al Flaco Oliva le pasa lo mismo, no con Sarmiento porque no le gusta el fútbol y nunca va a los partidos, el problema es cuando empieza a pensar qué estará haciendo la mujer con la que pasa sus días. Una cincuentona venida a menos, de caderas anchas, que se gana la vida poniéndole el cuerpo a los camioneros que vienen para la cosecha sin sentir culpa porque con el frío que pasa ya es suficiente. El Flaco lo sabe y no le gusta. Aunque no son nada, en el fondo la aprecia y en la superficie es lo único que tiene.

Cuando piensa todo eso parece que tuviera una mosca revoloteándole alrededor del foco, se transforma y hace cosas que no debería. Peor se pone con un par de whiskies encima, se olvida de los que están en la mesa, no sabe ni con quién ni contra quién está jugando. Al final comete el mismo error de siempre: abrir la boca suponiendo que romper el silencio le va a ayudar.
–¿Así que volvió a perder Sarmiento? Todos los años lo mismo, no sé para qué mierda hacen fútbol si terminan dando asco… –nunca nadie agrega nada, eligen fulminarlo con las miradas.

El jefe del correo lo odia al Flaco Oliva, de toda la vida, no porque se la pase hablando mal de Sarmiento sino porque tiene la costumbre de hacerse el boludo para pagar cuando pierde; de todas formas, lo tiene que aceptar en la mesa porque no hay otro. 

La cuestión es que el Flaco, aun perdido por perdido, siempre anda en trance de encontrar una buena manera de zafar. Primero acomoda los ojos, negros como pasas de uva, los entrecierra haciéndose el que piensa, mientras el pelo enrulado, cortado en un geométrico cuadrado, le cae cubriendo las orejas hasta rozar con el cuello de la camisa. Después levanta el mentón, como los próceres en las estatuas; suele dejarse una barba de días que le da un toque de vivacidad armoniosa a los surcos pronunciados de sus flacos cachetes. Todo el ritual se resume en dos opciones: ligó como para salvar la noche o ya tiene la mejor de las ideas posibles para no pagar. Y generalmente suele ser la segunda.

–Vos sabés que no encuentro la billetera. Se me debe haber caído por el camino cuando venía en la bicicleta. ¡La puta madre! –el Flaco Oliva trataba de parecer preocupado mientras se palpaba reiteradamente los bolsillos del pantalón. Después revisó la campera, y nada.
–No hay problema, la buscamos –sentenció el jefe del correo, al mismo tiempo que lo invitaba con un gesto de la cabeza a salir para recorrer el camino por el que había venido, hasta su casa si era necesario.

El Flaco Oliva encaró la puerta y abrió tratando que las manos no le temblaran. Por dentro maldecía la suerte de ese tipo que lo escudriñaba con la vista. Afuera ni llovía ni dejaba de llover. El golpe de frío, mezclado con los Smuggler que se había tomado, le revolvió las tripas y las ideas. No sabía qué hacer, y menos qué carajo decir. Fue hasta la bicicleta que lo esperaba apoyada en el tapial de la cancha, hizo como que buscaba entre la gramilla humedecida; mientras sentía los ojos del jefe del correo clavados en la nuca, pensó en subirse raudamente y pedalear hasta desaparecer, pero prefirió agarrarla del manubrio para llevarla de tiro y comenzar a recorrer el camino de vuelta buscando esa billetera que jamás encontrarían.

La llovizna persistente, el lunes empujando, un silencio de misa, el aliento a cigarrillo, el cuello duro de tanto mirar para abajo, los dedos congelados apretando las manoplas y esa costumbre de pensar en los momentos inoportunos le trajeron otra vez la mosca al foco. Entonces, el Flaco, se sintió obligado a decir algo, lo que fuera, total ya sabía que ni una chance iba a tener.
–Qué día de mierda, ¿no?... y encima perdió Sarmiento. [-]

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